sábado, 28 de octubre de 2023

La Tierra en Canarias: valor y precio


No ha existido momento alguno en la historia de Canarias en el que un kilo de papas fuera más caro, en ocasiones bastante más caro, que un metro cuadrado de tierra muchas veces productiva incluso en zonas del norte con riego natural incluso en buena parte del verano. Y eso en una tierra en donde en la época que cientos de miles de canarios tomaron rumbo a Venezuela, hace 70 años, se cultivaban del orden de 3.000 metros por habitante cuando hoy en día no llegamos ni a 200 y con gran parte de nuestra juventud en paro. 

Eran tiempos en los que heredar un trozo de tierra tenía un valor en sí mismo y no tanto pensando en precio y mercancía, de hecho fue la intención de buena parte de la emigración la de volver con posibilidades de hacerse con la propiedad de algún terreno las más de las veces para sorribar y ponerlo en producción. También, y por qué no decirlo, se trataba de un sentimiento de pertenencia que de alguna manera suponía una forma de respeto al esfuerzo de nuestros antepasados en revolver el suelo volcánico hasta con las manos para hacerlo productivo.  

Hoy día, cuando en el caso de Tenerife estamos comprando boniatos, revalorizados por los movimientos especulativos entorno a la papa de este verano, procedentes de Gran Canaria, Lanzarote o de Portugal, mientras la mayor parte de nuestra tierras permanecen balutas y enredadas en zarzas y arbustos; nos encontramos conque buena parte de nuestros herederos piensan más bien en vender, lo que ha provocado que nada menos que en Tierras de Mesa, Tierra del Trigo, Valle de El Palmar, medianías de Arico, Fasnia o Santiago del Teide podamos encontrarnos con la posibilidad de comprar tierras por menos de un euro/metro cuadrado. 

Y eso hablando del caso de Tenerife, por no irnos a analizar lo que pueda estar ocurriendo en Garafía o en zonas de La Gomera y demás. ¿Cuánto valen nuestros Machu Picchus gomeros o el abancalamiento en tosca de nuestro Sureste? ¿Tanto esfuerzo llevado a cabo por hombre y mujeres, con apenas ayuda de mulos o camellos, podemos permitirnos el lujo de venderlo a precio de saldo para comprar coches o para tapar los agujeros a los que nos ha llevado el modelo consumista? ¿Han de ser en muchos casos gentes venidas allende los mares las que de alguna manera le den algún valor a lo nuestro? ¿Cuánto cuesta levantar una pared hoy día y hasta qué punto hemos degradado su valor y permitimos que se caigan sin mas?

Vivimos, eso lo puede constatar todo el mundo, en tiempos convulsos no sólo fruto de los conflictos bélicos sino por el movimiento masivo de personas desplazadas que también buscan un reparto más justo de los recursos, recursos de los que como la alimentación o la energía nos hemos vuelto dependientes mucho más allá de lo razonable. De ahí la presión sin precedentes en la frontera de Estados Unidos con México, la situación de Lampedusa, de El Hierro y esa especie de caldero hirviendo en el que se están convirtiendo nuestros mares y océanos en lo que a movimiento masivo de personas sin nada que perder rumbo a un paraíso que cada vez tiene menos que ofrecer. 

En ese contexto, como hemos apuntado, Canarias ha pasado de cultivar en los años 50 del siglo pasado del orden de 150.000 ha -cuando se hizo necesaria la cartilla de racionamiento- a vivir en la abundancia y el derroche con no más de 40.000 ha en producción y la presión de más de dos millones de habitantes y más de diez millones de visitantes al año. Y nadie diría, francamente, que en esas circunstancias parezca muy razonable deshacernos de recursos básicos como la tierra (e incluso el agua) de forma despreocupada. Existen medidas políticas exigibles para el efectivo control y respeto por los suelos productivos de tal forma que se ponga coto a esta situación y pasemos de considerar simple mercancía de intercambio lo que en realidad es un recurso estratégico de primer orden. 

Estamos hablando de una sociedad despegada del territorio, por el motivo que sea e incluso muchas veces por la persecución incomprensible a la que ha sido sometido el campesino canario, y en ese sentido en proceso de descomposición. El apego a lo nuestro habría de ir más allá de los colores de una bandera o de nuestros coloridos trajes típicos paseados en nuestras infinitas romerías. Valorar lo nuestro es preservar nuestros recursos y no ofrecerlos a precio de saldo. Eso y que encabezamos los niveles de paro juvenil en Europa y debíamos esforzarnos por buscar ese relevo generacional en el sector primario mediante planes de empleo eficaces y que busque algo más que tener entretenida a la gente seis meses al año y sin perspectivas de futuro de ningún tipo.  

Estamos importado cebollas o kiwis de Nueva Zelanda, que es algo así como abrir un agujero y atravesar el planeta para traer comida, en épocas de agenda 2030, kilómetro cero o huella de carbono. ¿Qué huella de carbono deja un kilo de cebolla traído del otro lado del planeta? Y mientras podamos permitirnos el lujo porque no tenemos la mala suerte de que unos bombazos mal dados (más mal dados de los que estamos viendo casi con indiferencia que ya es difícil) nos cierren el estrecho de Ormuz y con él buena parte del suministro mundial de petróleo y gas, pues mal que bien podremos seguir viviendo de esta hasta cierto punto falsa ilusión. 

Porque se trata, en fin, de la necesidad imperiosa de no ver nuestro entorno rural como una ruina que malvende a precio de saldo (el metro a menos de lo que vale un kilo de papas) y que se abandona en forma de polvorín de zarzas y matorrales. En el mejor de los casos lo vemos como espacio de ocio en torno a un contenedor, una barbacoa o en todo caso un chamizo para un caballo y/o unos canes del que al tiempo terminamos aburriéndonos. Ni esta tierra, ni nuestros antepasados, ni nuestro incierto futuro nos hacen pensar que nada de eso se haya dentro de lo que podamos considerar como medianamente razonable y/o sensato. 

Wladimiro Rodríguez Brito 

Juan Jesús González Afonso


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